L
os atardeceres empezaban a refrescar en la ranchería. La visita a la casa que se convertía en centro de reunión los dos meses anteriores al día de muertos iniciaba a las cinco de la tarde. Se disponía todo lo necesario sobre la mesa cubierta con un mantel de hule floreado. Empezaba la hechura de las coronas de muerto, actividad que la tía Mela comandaba en la familia.
Llegaban las convidadas con buen humor y muchas novedades que comentar entre las asistentes. Tenía la casa un minúsculo jardín con varias matas de flores de cempaxúchitl que obligaban a detener la mirada en su color amarillo, y a respirar el aroma que despedían. Era un olor que ellas asociarían para siempre con el día de muertos y con la tía Mela. Su esbelta silueta vestida con falda oscura hasta el tobillo y blusa blanca de encaje le daban un aspecto elegante. Peinaba su cabellera veteada con canas en una trenza que acomodaba en un molote. Como único adorno lucía unas arracadas.
La tía Mela nunca se había casado. Había criado a una sobrina como hija, pero la joven se había marchado lejos después de casarse. Sin embargo, la tía Mela casi nunca estaba sola, a menudo recibía la visita de sus familiares y amistades.
Mientras trabajaban, las mujeres conversaban sobre la familia, los quehaceres cotidianos, las idas al mercado que quedaba un poco lejos; al que llegaban caminando por las calles de terracería disparejas y llenas de baches que las conducían hasta el lugar situado a un costado de la parroquia, la cual se levantaba con sus altas torres a la orilla de la carretera.
Ellas rizaban el papel para que tomara el aspecto de una flor. Las confeccionaban de varios colores: rojo encendido, descoloridas rosas, blancas y azules. Este proceso artesanal era una ocasión única que daba a la familia la oportunidad de acercarse, reconocerse y recordar a sus difuntos. A veces un ambiente de melancolía impregnaba las sesiones por el recuerdo de alguno de los parientes más cercanos. Poco a poco la casa se llenaba de coronas florales colgadas de varios clavos ensartados en las paredes encaladas.
El dos de noviembre las mujeres llegaban puntuales a la cita para arreglar las tumbas de sus familiares. Acarreaban cubetas llenas de agua, con ellas recorrían los pasillos flanqueados por siempreverdes, esquivando a los grupos de gente ruidosa. Las tumbas eran muy variadas; algunas tenían lápidas sencillas, otras ostentaban pequeñas capillas con ángeles y santos y había también las que solo eran montones de tierra con cruces de madera podridas por el sol y la lluvia, en la que el nombre y la fecha de defunción resultaba casi ilegible. Estas eran a las que la tía Mela y su comitiva se dirigían. Con entusiasmo se dedicaban a regar los montones de tierra desparramados, un agradable olor a tierra mojada invadía el ambiente y reconfortaba a las mujeres que trabajaban afanosas bajo el sol de noviembre. Armadas con brochas y pintura daban un baño de color a la cruz y retocaban el nombre del difunto. Por último, el detalle más importante: ensartaban las coronas en las cruces mientras sonreían contentas y orgullosas admirando su creación.
Cerca de las tres de la tarde se sentaban sobre las tumbas y se disponían a comer, lo hacían con buen apetito entre pláticas, recuerdos y anécdotas acerca de sus muertos. Ya tarde abandonaban el panteón. Al salir estaban varios puestos donde vendían comida. También estaban las camionetas que cargaban cobijas de lana, mientras el vendedor repetía incansable a voz en cuello el pregón anunciando su mercancía.