M
is ojos hablan cuando miran, aunque no condescendientes, son inquisitivos. Ojos que auscultan, miran la piel buscando manchas, verrugas, lunares que aparecen sin anuncio y sin dolor; miran las manos, venosas e inseguras, miran el pelo, débil, opaco, y miran sobre todo la mirada. Los ojos viejos miran espantados, interrogantes; son una fuente de lágrimas que brotan sin motivo, y sin embargo, ante una situación dolorosa, quedan secos como palos de canela.
Ojos que no son tiernos, no son ingenuos, ni tristes, ni alegres, ni amenazadores, y son todo eso a la vez; miran la incomprensión. Pueden llegar a ser malvados, incrédulos y se comportan como espejos del espanto. Sus miradas húmedas no van directo a las personas, se detienen en los árboles, en el mar, en la montaña, en el chocolate, en los helados, y sobre todo, en el horizonte. Más que mirar, divagan buscando algo que no se parezca a lo ya conocido. En duermevela suelen ser inquietos, proyectan imágenes recurrentes, escurridizas, hasta que al filo de la medianoche, en el umbral del REM, entran en el esperado sueño que por fin lleva a un lugar remoto, al no retorno.
Aun así, he de respetar la valiente misión que llevan tan bien como pueden: la de avistar y advertir a sus congéneres vecinos de ese edificio sombrío y quejumbroso que es un cuerpo viejo, los colores que van saliendo en los fluidos y el sin fin de erupciones inesperadas y puntuales. Por temporadas los ojos centran su atención en objetivos distintos: músculos, membranas, protuberancias varias, venas, tendones, articulaciones, hasta terminar convirtiéndose en una extensión de la memoria, porque comienzan a llevar perfecta cuenta de los cambios que se van produciendo día a día, semana a semana, mes a mes, hasta que ya no queda otro excusa para ir al médico.
Los ojos viejos tienen obsesión con la orina y con la lengua. Todas las mañanas como autómata programada, me planto frente a la taza del retrete a ver el color de la orina, que por lo general es muy claro por el agua que llevo tomando todo el día; en ocasiones olvido que he consumido remolachas o complejo b y de pronto me horrorizo, hasta que caigo en cuenta de que las he tomado.
Cuando nos ponemos viejos nuestros ojos dirigen su atención a lo anormal, parece que tienen una facultad especial para ver lo que durante años pasamos por alto, es como si comenzáramos a depender de ellos ya no tanto para ver lo que está frente a nosotros, sino lo que está oculto, the other side; es irónico pero es así, más que mirar escrutan lo micro, por muy debilitada que tengamos la visión, buscan enfocar el lugar más recóndito y oscuro.
No sé si lo leí en algún lugar o simplemente lo imaginé, pero con la vejez, la lengua se convierte en lector óptico, en el mural de la verdad; y no solo eso, comienza a tener peso, es como si creciera, o al menos comenzamos a tener conciencia de que la tenemos, y que necesita ejercitarse. Toca ver qué dice la lengua, y vaya que habla.
Sí, la lengua también envejece, pero es un envejecimiento perezoso y pesado como un megaterio. Pide limpieza profunda, exige frescura, es intransigente ante la falta de cepillado y enjuague. Aun cuando las papilas no se regeneran tan rápido como en la juventud, curiosamente van cambiando sus funciones, o mejor dicho, redimensionándose. A estas alturas, mis papilas del amargo deben estar venciéndose o dormidas porque lo soporto sin rechazo, hasta me voy acostumbrando y menos mal, porque de todos los sabores, el amargo es el menos prohibido por los gerontólogos como sí pasa con el salado y el dulce. La buena noticia es que mientras más se reduzca el número de las papilas, puedo tomarme pócimas regeneradoras y desintoxicantes sin traumas; es un gesto compasivo que tiene la lengua con la vejez, aun así es un buen indicio, no sólo de vejez, sino de sana vejez.